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12/12/2015

EL POETA


                                          





                                                           

                                                                 
                                                          
                                                                       EL POETA

           


 


                


        Esta madrugada de primeros de abril, la primavera  apenas se siente en París.
 Es esa hora temprana en la que todavía las sombras envuelven el corazón de la ciudad, y el frío es más intenso, pero aquí y allá un leve palpito que sacude el silencio, anuncia que está pronto el despertar y que la vida renace una vez más.
    Y entonces la noche sabe que su tiempo se ha cumplido y se va retirando despacio muy despacio, mientras el sol, aun ausente, nos anuncia con una luz todavía leve y rasante que ha llegado ya su hora. Siempre hay un ruido primero, tal vez la persiana de un comercio madrugador, quizá el traqueteo del remolque que lleva sus productos al mercado, o simplemente un buenos días que resuena en la distancia.
     Luego, como el arranque lento y cadencioso de un pesado engranaje, la ciudad se pone en marcha y  los sonidos van multiplicándose, mientras los contornos se hacen más nítidos y un brisa cálida y perfumada templa los cuerpos ateridos. Así ha sido siempre, aunque parezca nuevo cada día y no un instante tantas veces repetido, en la constante noria de la vida.
      Es ahora el turno de los gremios que estrenan la jornada y que se relevan de la escena con el oficio que proporciona la experiencia. Ha pasado ya el ejército fantasma  que riega y limpia las aceras, y ahora toca que el aroma de los hornos penetre  en los rincones, ayudando a los mortales a dejar el nido cálido del sueño para enfrentar de nuevo una jornada.
    Porque es el momento de retomar aquello que abandonamos un instante durante la tregua que la noche nos ha dado, para así volver a esa lucha que es la vida. Es así como los hombres hemos aprendido a soportar esta rutina sin alivio, sin  receso,  y sin más respiro, que esas horas oscuras de la noche en la que nos sumergimos en la nada que es el sueño, esa muerte a plazos, ese olvido que nos acoge por momentos, como aquel vientre materno.
  A esas horas tempranas y de esfuerzo es cuando se aprecia el que sigue inconsciente su destino, ese incesante trayecto hacia ninguna parte, y el que sin embargo, precisamente esa mañana, ya no encuentra su razón para seguir en el camino.
  Y es entonces cuando se piensa qué es la vida, si el preciado e irrenunciable don que hay que apurar o  la pesada carga que nos abate, y ya sin remedio,  uno se cuestiona la prorroga otorgada de nuevo esa mañana… y duda.

    Jean Marie Bourdiol piensa todo esto sentado en el escalón de caliza, bajo el pesado portalón del zaguán de ese inmueble modesto, pero señorial, que se alza todavía en el número 12 de la Rue Daguerre,  en pleno barrio latino y en donde vive desde su llegada a la ciudad.
  Hace ya algunos meses que tiene el presentimiento de que su vida se va apartando, día tras día, de esa realidad que ahora contempla con extraña extrañeza. Ya no es uno más en esa interminable obra de autor desconocido,  que comienza de nuevo ante sus ojos.

Al principio fue solo una leve sensación, un comezón que le ganó el alma tan solo un instante. Luego aquello fue creciendo, como una hidra poderosa enredada entre sus miembros, que se alimentara de su fuerza y de su sangre, secándole por dentro.
Al final, una noche cualquiera, de ocio y abandono, notó que estaba seco, ajeno a todo el mundo, espectador ausente de una mala obra del absurdo.
 Y corrió como un loco por las calles, perturbado y sin refugio, notando el frío que la soledad alimenta  y que venció gracias al opio de un amigo.
  No puede decir si ha  tenido un lúcido despertar a una verdad que lo aleja de los hombres corrientes, aquellos que fabrican el día, o si simplemente está cayendo por la temible pendiente de la melancolía.
 Estas últimas semanas apenas ha visto la luz del sol, atareado con sus versos y entregado  por completo a la vida nocturna de la ciudad que nunca duerme.

     Jean Marie, esta mañana, se sabe un escritor mediocre en un mundo de gigantes. Ha conocido a los grandes, a Baudelaire y a Gerard de Nerval, su ídolo en aquel Paris de 1856. Ha probado a extasiarse, como ellos, con todas las sustancias imaginables, buscando en los paraísos artificiales una inspiración que nunca llega.
 Hace tan solo unos meses que Nerval se ha suicidado colgándose de una farola, un final tan sórdido como impúdico que nuestro protagonista quiere sacudirse de su consciencia. Y es que un dibujante anónimo ha publicado en Le Siecle, el periódico liberal y republicano, una imagen del cuerpo suspendido, tan real como siniestra, y que aparece sin cesar en sus delirios.
  Ahora, todavía bajo los efectos del alcohol y del opio, siente que las fuerzas le abandonan y que su último refugio, que es la imagen del  hogar en su Provenza, se aleja, se pierde entre la bruma de sus sombríos pensamientos.  

     Vacilante se levanta, no siente el frío húmedo de aquella mañana que apenas es primavera y como un autómata comienza a caminar y siente que una fuerza poderosa y liberadora le impulsa hacia la nada en las oscuras aguas del Sena. El no es quien para emular el final absurdo y teatral de su mentor y maestro. Su paso por la ciudad ha sido anónimo, como el de tantos provincianos sin suerte o sin talento. Piensa  en dos amigos, que él cree que lo son, y en la florista que le regala su ternura algunas noches, apenas nada, así que el Sena parece lo apropiado, lo más justo. Le sorprende comprobar que esa desaparición, que es casi una renuncia a haber existido, es ahora una liberación, un pasaje a la oscuridad y quién sabe si un viaje amortajado hasta el Atlántico.
 Camina por la Rue Daguerre  hasta la Rue Boulard y allí gira hacia el norte bordeando con respeto el cementerio de Montparnasse, donde reposa Baudelaire, y así siempre arriba, buscando el Sena, llega hasta el Jardín de Luxemburgo.

 Entra sin aliento, afectado aún por los excesos de la noche, y abatido se sienta un momento en su banco preferido. No están las nurses, ni los niños que llenan con sus juegos y sus gritos alguna mañana insulsa y triste, y ahora todo es incierto, y los ojos le pesan y de pronto siente frió, mucho frío, y todo queda envuelto en un plomo derretido. Esta solo y tiembla.

 -¡Hola joven! ¿Qué le ocurre?  ¿Se encuentra bien? Esta usted titiritando.

  Jean Marie abre los ojos con esfuerzo y se encuentra cara a cara con un hombre, que ya es viejo, que le sonríe tiernamente  y le posa una mano sobre el hombro, con afecto.

 -¡Hola! No, no se preocupe, tan solo estoy descansando un poco, no he dormido bien y... ¡Vaya! Debo de tener muy mal aspecto, pero es algo pasajero, solo necesito recobrar algo de aliento. Ya me iba.
 -No lo haga todavía joven, descanse un poco más, ahora no puede seguir su camino. Le importa que me siente, gracias, aquí traigo un poco de pan recién hecho y este chocolate, tómelo primero.
 -Muy agradecido buen hombre, se lo voy a aceptar, no he comido nada desde anoche y...
 -No hace falta que me dé explicaciones, coma tranquilo.
  Los dos hombres permanecen en silencio, Jean Marie le mira agradecido y comienza a masticar aquel bollo caliente y tierno que todavía huele a horno,  mientras muerde extasiado el chocolate y por primera vez en la mañana suspira con alivio y un aroma que le llega de la infancia le arranca un suspiro.
 -No parece usted de aquí-comienza el viejo- aunque ese aspecto descuidado, de joven rebelde y bohemio, y si me permite algo sucio, es muy propio de Paris, pero ese acento...
  Jean Marie sonríe tímidamente y con la boca llena de su inesperado desayuno, apenas consigue responder mientras mastica.
  -Sí, ¿Lo ha notado? Es del sur, de la Provenza,  y aunque me esfuerzo en evitarlo y disimulo, me persigue y me delata, ¡Que remedio! Pero ¿No es idéntico al suyo?

  -Ja,ja ja. Se ha dado cuenta, sí, acabamos de llegar a París. Mi mujer y yo venimos a visitar a nuestra hija que vive aquí con su marido y mis tres nietos. La costumbre hace que me levante muy temprano y espero aquí en estos jardines, que conozco desde joven, a que acuda mi esposa con los niños. Nos quedamos con ellos mientras juegan y así liberamos a la madre algo de tiempo. Pero volvemos a casa ya muy pronto, que lejos del pueblo no sabemos vivir y yo sigo trabajando en mi taller, que soy carpintero  y escultor por afición y también pintor, pero no muy bueno. Me gusta Paris, desde luego, y siempre que venimos vuelvo a recorrerlo de arriba abajo, como la primera vez, y me pierdo por las callejuelas del Marais y bajo por el Sena hasta las Tullerias y mas allá hasta los Campos Elíseos. A veces incluso me llego hasta el bosque de Bolonia y entonces pierdo la noción del tiempo y cuando vuelvo a casa, mi mujer me espera enfurruñada. Pero ¡Ay amigo! Paris es Paris.
  -Sí, es verdad, ¡Que ciudad tan hermosa!  Pero hay días que la recorro y no la veo, momentos en los que todo se  me vuelve indiferente y se convierte tan solo en decorado, y de aquí no salgo-dice señalando a su cabeza-No puedo.
 -¡Amigo mío! Le comprendo. Eso es cuando usted esta ensimismado y hacia adentro. Entonces la vida le pasa justo al lado y  está solo en sus pensamientos, que a veces son turbios y negros.
 -Es la vida interior de un poeta, es así como fabricamos metáforas y versos, y como transformamos los intensos sentimientos en palabras que otros hombres pueden al fin degustar. Sin ese universo, que es a veces sufrimiento, no hay arte y no hay belleza.
 -Tiene usted razón joven, pero cuidado, a veces vivir y escribir sobre la vida son tareas incompatibles, y entonces hay peligro de que el poeta se olvide de lo primero y quede prisionero de ese espacio mental propio,  de ese universo enfermo. Y finalmente puede pensar  que eso, que solo está presente en su cabeza, es la propia vida y claro, entonces todo es pobre y triste... pero veo que ha disfrutado comiéndose el pan y el chocolate.
 -Sí-contestó Jean Marie sonriendo-me lo he comido todo, lo siento, le he dejado a usted sin desayuno.
  -No se preocupe joven, mi mujer traerá luego más. El chocolate lo hacemos nosotros ¿Le ha gustado?
 -¡Oh si! es excelente, mi madre también lo hacía de esa manera  y con ese toque de canela.
 -Bueno, pues ya ve que es usted capaz de disfrutar de algo tan pequeño y simple.
 -Sí, esas cosas no se piensan, también somos animales. Pero yo quería ser poeta y de los buenos, y mis maestros son aquellos que han apurado hasta el máximo la vida, y estrujado su consciencia, a veces con drogas, es cierto, pero para tener más profundas emociones y  encontrar las palabras apropiadas, como si ellos fueran sensibles instrumentos que sonaran armonías perfectas con la vibración del sentimiento. Yo no tengo nada que contar, ni sé cómo hacerlo, soy un fracasado...y ahora todo a mi alrededor es feo, y nada me importa, ni quiero seguir en este juego.
Jean Marie se frota las manos, cabizbajo, mientras le sube otro suspiro por el cuerpo, y con el pie refrota el suelo sacando piedrecillas de la arena.
  -Amigo mío, le comprendo. Usted hace tiempo que ha huido de la vida y solo habita su mente solitaria y tiene una enfermedad que todo lo enturbia y  contamina, que se llama melancolía. Ha agotado usted su cuerpo y está a punto de hacerlo con el alma.
 -¿Una enfermedad? ¡Ojala abuelo! Yo creo lo contrario, éste es el estado real del ser humano, ésta es la lucidez que acompaña a los sabios, el despertar que nadie desea, la verdad que todos huyen, la imagen real del absurdo...y la desgana.
 -No ¡Caray! No corra usted tanto, es tan solo lo que le digo, es una enfermedad del alma cada vez más numerosa, cada vez más peligrosa. No está en los animales ni en los hombres del pasado y del presente que se ocupan en vivir, es fruto del ocio, del abandono. Suena mal, ya lo sé, es difícil de creer que algo tan sublime y digno como el arte de contar los sentimientos, pueda ser así tildado. Los que viven con pasión, los que luchan, los que aman de verdad, los que mueren dignamente, los que apuran todo esto de verdad, se van de aquí tranquilos y admirados de la vida. Porque toda ella, créame, no le cabe a usted en la cabeza. ¡Ah! Un mal de ricos ociosos, que antes afectaba solo a pocos y ahora se extiende casi a todos. Es solo eso, pero la cura no es fácil....
 -Comprendo lo que dice abuelo y es posible que tenga razón. Pero entonces, porque me hastía tanto contemplar a la gente afanándose en sobrevivir cada día, deslomándose de la mañana a la noche, haciendo siempre lo mismo, trabajando como mulas. Y sin embargo le admito que  parecen felices y se agarran a la vida con todas sus fuerzas. Yo no puedo ser así.
  -Usted es un artista y debe de vivir como tal, es más sensible y tiene más profundos sentimientos, pero esa fuerza interior mal dirigida puede agotarle sin remedio. Usted sabe crear cosas y sabe mirar lejos, hágalo usted hacia afuera no hacia adentro y así tal vez llegue hasta ellos, los demás, los otros, que son en esto de la vida compañeros. Sin su afecto nada vale, todo es estéril. Pero no se apure, tal vez no sea su virtud saber jugar con las palabras, quizá esta vida tan intensa embota sus sentidos, vuelva usted al principio, perciba usted de nuevo lo sencillo y tal vez en sus manos y no en su boca esté el secreto de su oficio, su genio de artista.
 -Pero abuelo, ¿Merece de verdad la pena esa vida real que usted me cuenta? Dolor y muerte, esfuerzo y sacrificio,  y la carne que es tan solo sudor y sangre y la pena y la traición y la suciedad y el estiércol... yo aquí muchas veces toco el cielo.
 -Y el infierno. Le pongo a usted una sola tarea: vivir.  Salga usted de esa prisión y para ello debe de estar atento, a lo que ve y a lo que hace, al olor de esta flor, al tacto de esta madera bien trabajada, al roce de una piel amada, a la mirada sorprendida de un niño, a la luz increíble de un atardecer, al trabajo de cada día, y porque no, a la pasión que nos domina un instante.  
 Sí, vivir es formidable y pensar la vida sin embargo es desperdiciarla sin sentido. Querido amigo, sumérjase en ella, deje de contemplarla, y nada será como usted cree.
 -Tengo miedo abuelo, no sé qué va a ser de mí, soy un fracasado.
 -Tonterías y pamplinas. Ese  pánico está en su mente y se ha instalado allí porque usted  anticipa lo que va a ocurrir y esa visión, que solo está en su cabeza, le aterra.
 Amigo mío, el hombre está perdiendo esa animalidad espontanea que le hacía enfrentar la vida con decisión y valor. Si el antiguo guerrero imaginara la noche anterior a la batalla la terrible muerte que le espera, saldría corriendo como un conejo.
 El hombre ha cambiado, ustedes los jóvenes románticos de hoy anticipan  el futuro, y por eso la melancolía de nuestros poetas será mañana el mal a combatir, la pena del hombre deprimido.

  Tiempo, tiempo para pensar y anticipar los males que vendrán, esa va  a ser la condena del hombre moderno en los siglos venideros.  Ese hombre pensante imaginará por la mañana lo que por la noche no llegará a ocurrir y tendrá males imaginarios y le dominará la pasividad y la inacción del cobarde y el pánico no le dejará disfrutar de la vida, y morirá virgen, sin degustar lo que el mundo nos ofrece. Negarse a morir es pues la peor de las muertes,
   ¡Ay amigo! Tal vez esa sea la triste causa del fin de nuestra especie, no el ansia de elevarse como Ícaro, no la pasión del héroe que lucha por su vida, ni la intrépida búsqueda de la fortuna, sino tan solo eso, pánico y aburrimiento.
 Solo puedo, joven amigo, darle un consejo, salga de aquí, abandone esta ciudad, olvídese del arte por el momento  y luche, ame, trabaje hasta extenuarse, revuélquese en el barro de la vida y tal vez luego comprenda lo que sus manos saben crear con esa arcilla.
   Su pueblo junto al mar le espera.
 -¿Para qué? ¿Con que objetivo y con qué fuerzas?
 -Ve, ya está usted de nuevo anticipando, previendo, imaginando, valorando. Su único objetivo ahora, es estar aquí conmigo, vaya paso a paso, y luego deje que hable con usted la vida...pero mire, por ahí viene mi mujer y los nietos, ¡Como corretean a su alrededor!


  Jean Marie ve acercarse a una anciana menuda y a tres niños que le acompañan. Están solos en el parque, y a pesar del frío que aún siente, los críos van vestidos con ropas veraniegas, infantiles, de marinero.
 -Hola mujer ¿Cómo estás? ¿Qué tal has dormido? Salí temprano está mañana y me encontré a éste joven acurrucado en nuestro banco. Se ha zampado el chocolate y ahora parece que el color le vuelve a las mejillas.
 -¡Hola! Soy Marie, ¿Como está usted? Este muchacho parece un pajarillo que se ha caído del nido. Mire, aquí traigo algo más de chocolate ¿Quiere usted?
 -No señora, muchas gracias, yo estaba a punto de irme, y su esposo ha sido muy amable, pero…
 -¡Quédese un rato más! ¡Dele algo de conversación al pobre!-dice señalando a su marido- es un viejo parlanchín y se aburre aquí solo con nosotros, yo aún tengo mis labores y el ganchillo pero él aquí en Paris no tiene su taller, ¡Ay!  Ni tampoco su mar... Pero ¿Dónde van los niños? Perdone joven, son traviesos, ¡Maurice, Jean Luc, Marie no corráis!
   Y la anciana se pierde entre los árboles, trotando torpemente tras ellos.
  -Ya ve, es mi mujer, llevamos casados muchos años, algunos buenos, otros no tanto, que así es este juego, pero es mi fiel compañera y no sabría hacer nada sin ella. Yo soy un desastre para la casa, un despistado, un abstraído, y ella es todo lo contrario. No me quejo de mi vida, y no ha sido fácil, créame.  
  Pero, ahí van esos niños ¡Como hacen rabiar a su abuela! Ellos son el porvenir y nuestra obra. No me mire así, yo siento la obligación de devolverle a la vida lo que me ha dado, y eso en definitiva son los hijos, y los hijos de nuestros hijos, ese es el peaje justo que hemos de pagar por ella.
     Aquellos que no lo comprenden, los que guardan solo para sí este don de la existencia, son como terrenos baldíos, mies agostada y marchita, que jamás sentirá la dicha plena de sentirse parte del torrente continuo de la vida.
  Me mira usted ausente, sus ojos reflejan desgana, pero vuelvo a decirle que el tedio que usted siente ahora, en este instante, cuando piensa en su futuro, es fruto tan solo del momento. Le aseguro que su corazón saltará de felicidad cuando nazca su primer hijo.
 -Parece que es usted adivino.
 - No crea joven, todo lo que le digo lo sabe usted también, aunque no sepa que lo sabe. Hágame caso muchacho, no pierda  tiempo, váyase de aquí y vuelva a su lugar.
 -Le agradezco mucho sus palabras, abuelo. Ahora le puedo confesar que esta mañana era el Sena mi destino.
 -Lo sé perfectamente.
 -¿Lo sabe? ¿Me conoce? ¿No recuerdo...? ¿Porqué tanto interés?
 -Joven amigo, no hay nadie más interesado en su vida porque también es la mía, usted es real, yo solo soy su incierto destino, lo que usted será sin decide continuar. Y si al final sucumbe a su pesar yo no tendré lugar, ni tampoco esa mujer, ni esos niños podrán corretear...


    Jean Marie Bourdiol, el poeta, está sentado en aquel banco del jardín de Luxemburgo. Abre los ojos cansado y no ve a nadie junto a él; su mano recorre lentamente el blando perfil de sus labios, luego mira sus dedos manchados de chocolate y sonrie.
  Ahora el sol ha vencido por fin y el calor que sube húmedo del suelo, y la fragancia que emana embriagadora de begonias y azaleas indica que por fin llegó la primavera y ya se oyen gritos infantiles y la gente avanza alegre por las veredas.
      El poeta vuelve a casa.




                                                                   FIN